viernes, 24 de abril de 2009

ENCUENTRO FRATERNO. Lc 15,1-3; 11-32

Al tiempo, el hermano Mayor también reflexiona y se deja coger por la ternura del Padre. Así escribe a su hermano Menor

Cada mañana temprano, me enteré después, salía el Padre a buscarte, y tú, mientras tanto, justificando tu regreso. ¡Cuánto tiempo gastado en argumentar acciones, cuánta vida perdida bajo el temor, qué lejos estabas de imaginar lo que él deseaba: tu vuelta! Ni siquiera yo comprendía lo que llegó a sufrir durante tu ausencia. ¡Sabía tan poco de su corazón...! Desde que te fuiste te cerré definitivamente la puerta de casa. Confieso que no me importaba tu situación, tenías lo que te habías buscado.


¡Recuerdo tanto aquel día! Yo volvía del campo cuando oí la música y la alegría. No me lo podía creer, no era justo. Me contaron que fue corriendo hacia ti en cuanto te vio aparecer, con el riesgo de haberse caído, con lo mayor que está ya; que te cubrió de besos, que no te dejó dar explicaciones y que te hizo aparecer hermoso y muy amado a los ojos de todos: el mejor vestido, las sandalias, el anillo... y una fiesta desmedida.


Tú, desbordado por la acogida, sólo sabías llorar, pronunciar su nombre y mirarle a los ojos como nunca lo habías hecho. Creías que te iba a recibir como jornalero y te baña en el gozo del hijo predilecto... ¡Qué poco conocíamos su corazón!


Yo, sin ganas de verte, dolido ante la desmesura, me puse a pedirle cuentas del por qué de tanta dicha. Eras su hijo pero no mi hermano. Hasta el novillo cebado había matado para ti; y yo, viviendo en casa, no había podido disfrutarlo...


Creo que fue entonces cuando empecé a intuir algo: "Tu siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo -me dijo con lágrimas en los ojos- pero convenía alegrarse... porque ese hermano tuyo estaba perdido y ha sido hallado". Y me di cuenta, de pronto, de que yo estaba mucho más perdido de lo que habías estado tú, mucho más muerto que tu; ciego para celebrar tu vida recobrada, con el corazón endurecido por el cumplimiento y embotado por la costumbre, cerrado al asombro y al agradecimiento...


Tú habías malgastado lo suyo, pero yo ni siquiera había sido capaz de reconocer lo que el Padre había hecho por nosotros. Sentí entonces tanta necesidad de dejarme perdonar, de salir yo también corriendo hacia él y hacia ti... Ahora sé que incansablemente, día tras día, con una paciencia inagotable y confiada, el Padre aguarda hasta que queramos volver y ésta es su mayor alegría. El nos espera hasta abrazarnos. ¡Bienvenido a casa! Gracias a tu vuelta también yo he descubierto el corazón del Padre.
¡Recuerdo tanto aquel día! Yo volvía del campo cuando oí la música y la alegría. No me lo podía creer, no era justo. Me contaron que fue corriendo hacia ti en cuanto te vio aparecer, con el riesgo de haberse caído, con lo mayor que está ya; que te cubrió de besos, que no te dejó dar explicaciones y que te hizo aparecer hermoso y muy amado a los ojos de todos: el mejor vestido, las sandalias, el anillo... y una fiesta desmedida.


Tú, desbordado por la acogida, sólo sabías llorar, pronunciar su nombre y mirarle a los ojos como nunca lo habías hecho. Creías que te iba a recibir como jornalero y te baña en el gozo del hijo predilecto... ¡Qué poco conocíamos su corazón!


Yo, sin ganas de verte, dolido ante la desmesura, me puse a pedirle cuentas del por qué de tanta dicha. Eras su hijo pero no mi hermano. Hasta el novillo cebado había matado para ti; y yo, viviendo en casa, no había podido disfrutarlo...


Creo que fue entonces cuando empecé a intuir algo: "Tu siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo -me dijo con lágrimas en los ojos- pero convenía alegrarse... porque ese hermano tuyo estaba perdido y ha sido hallado". Y me di cuenta, de pronto, de que yo estaba mucho más perdido de lo que habías estado tú, mucho más muerto que tu; ciego para celebrar tu vida recobrada, con el corazón endurecido por el cumplimiento y embotado por la costumbre, cerrado al asombro y al agradecimiento...

Tú habías malgastado lo suyo, pero yo ni siquiera había sido capaz de reconocer lo que el Padre había hecho por nosotros. Sentí entonces tanta necesidad de dejarme perdonar, de salir yo también corriendo hacia él y hacia ti... Ahora sé que incansablemente, día tras día, con una paciencia inagotable y confiada, el Padre aguarda hasta que queramos volver y ésta es su mayor alegría. El nos espera hasta abrazarnos. ¡Bienvenido a casa! Gracias a tu vuelta también yo he descubierto el corazón del Padre.

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